lunes, 22 de diciembre de 2008

Asia En Su Boca

Desde el año 2004 hasta hace casi tres meses, estuve soltero. Fue una larga época en la que viví un chasco sentimental tras otro. Por más que no era grato vivir tantas desilusiones, esos momentos de búsqueda eterna me dejaron un interesante número de historias, como la que sigue a continuación.

En esta era tecnológica, una de las formas de intentar dejar de estar soltero, es meterte en un chat y ver que podés llegar a pescar. Todos quieren pescar el preciado pez dorado. Yo me he metido en chats muchas veces y he pescado una cantidad de sanguijuelas, renacuajos, mojarritas, algas y viejas del agua, tan incontable como las estrellas de los cielos (varios de los que me leen probablemente se identifiquen con lo que cuento). Sin embargo, cuando uno entra a un chat, suele mantener el optimismo de pensar que esta vez la cosa va a ser diferente. La respuesta es: cuanto más busques, menos vas a encontrar, pero eso es para explayarse en otra oportunidad.

En esta ocasión puntual, me había metido en un chat para pelotudear un rato. No había planeado encontrar al amor de mi vida, ni al padre de mis hijos, ni nada por el estilo, solamente quería malgastar un poco el tiempo. Mientras navegaba por internet y bajaba música, veo una ventanita de chat que se abre a mi derecha.
El chateador escribe “Hello...” (esto quiere decir “hola” en inglés)
Se trataba de un hombre asiático. (Si algún asiatico se ofende por mi uso de la palabra “asiatico”, puede llamarme sudaca que no me jode para nada) En la descripción personal del flaco decía que era de Malasia. Este Malayo hablaba poco y nada de español, por lo que la conversación tuvo que desarrollarse en inglés (fiaca). Comenzamos con las preguntas rompe hielo de rutina: ¿De dónde sos? ¿Como te llamás? ¿A qué te dedicas? ¿Edad? , etc (que es justamente lo que más pereza da de conocer hombres nuevos).
Este malayo se hizo llamar Eric. Es obvio que ese no era su nombre de pila, ya que ningún oriental se llama Eric. Seguramente se llamaría Chaw Fan o Cachi Chien, pero se hacía llamar Eric para que la gente no se refiera a él como “Che” todo el tiempo. Nunca había estado con un asiático así que empezar la conversación me pareció intercultural y colorido. Además, al menos por foto, Eric no se veía nada mal.
A lo largo de la charla, Eric hacía comentarios graciosos y sarcásticos que me divertían mucho. Me estaba cayendo muy bien. Mientras más me contaba de él, más decidido estaba a darle una oportunidad a la situación.

Parece que Eric tenía un altímismo coeficiente mental. Se había salteado el secundario entero (o un par de años, que para el caso es lo mismo). Entonces desde muy joven tenía un puesto de garca en alguna empresa estilo Coca-Cola o Disney. Aunque la forma de hablar de su trabajo me decía que mucho no lo disfrutaba, estaba juntando guita con pala.
Bien. Por lo menos no voy a tener que pagar la cena yo.

Decía que no tenía ni un rastro de acento oriental.
Mejor. Por algún motivo cuando veo un oriental que en vez de hablar como la china de Juana Molina, habla como la negra Bernazzi, me meo encima. (traduzcamos a Molina y Bernazzi al inglés, ya que Eric hablaba muy poco castellano)

Me contaba que hacía unos meses que estaba trabajando en Argentina y planeaba quedarse al menos tres años.
Bien. Si nos vemos y la cosa está buena, no voy a tener que llorar su partida a las dos semanas.

Me contaba cuán solo se sentía al tener a su familia y amigos tan lejos. Además, el problema idiomático hacía que su vida social se viera limitada solamente a gente que hablaba inglés.
Bien. Me enterneció.

Era fan de Rob Zombie y Marilyn Manson.
Me enamoré.

Después de charlar por msn durante algunos días, y ver que nuestras conversaciones eran cada vez más largas e interesantes, quedamos en vernos a las nueve y media en Luis María Campos y Federico Lacroze. Iríamos a comer una pizza, tomar un trago o algún otro tipo de consumición social por el estilo.
Al acercarme a la esquina de Federico Lacroze, busqué con la mirada a mi asiática cita. Ahí estaba. Parado al lado del semáforo, con una sonrisa de oreja a oreja. Era tal cuál la foto: el mismo pelo, la misma edad, la misma contextura física. ¡Que alivio!
Me acerqué a él y lo saludé. Le dije un par de pavadas y me quedé esperando que él diga algo también. Zzzzz...zzzz.... bocina de auto... cri... cri...
La sonrisa de bienvenida seguía en su cara y me miraba como si estuviera frente a una celebridad. No se movía. Por un instante dudé si quizás se trataría de una estatua de cera. Finalmente le pregunté:
“¿Cruzamos y vamos para Las Cañitas a ver que encontramos?”
“Si... si...”, dijo sin dejar de sonreír.
¿Está fumado el chino este o qué? ¡Que garrón! No me digas que esto va a ser el embole que estoy presintiendo...

Fuimos caminando hacía la zona culinaria de Las Cañitas, mientras yo monologueaba sin parar. Eric solo me miraba y sonreía. Ocasionalmente, si estaba de acuerdo con algo que yo decía, acotaba “Si, si”.
Su palabrería de chat, existe gracias a que es tímido e introvertido. Bajón... nuevamente.

Cuando empezaron mis preguntas y él tuvo que contestarlas y lo escuche hablar más, noté que al hablar no se le entendía prácticamente nada. Sabía el idioma a la perfección pero hablaba mucho más retorcido que la china de Juana Molina. Sería algo así como la versión asiática de Anamá Ferreira.
¿Así que no tenía ni un rastro de acento oriental?¡Las bolas! O carecía de autocrítica o era muy idiota. Mira que hay cosas pelotudas con las que podes mentir...

Ni bien llegamos a Romario, Eric se volvió a quedar callado. Yo me había cansado de preguntar trivialidades y no me salía seguir fingiendo. A fin de cuentas, hablaba tan mal que le entendía la mitad de algo que me contaba que ni siquiera me importaba.
Eric ya no sonreía. Creo que se dio cuenta que yo me estaba preguntando “¿qué onda?”, y comentó:
“A mi me gusta mucho escuchar, más que hablar. Estoy muy acostumbrado a escuchar porque en mi trabajo bla bla bla...”. No escuche el resto de lo que dijo.
Este chino era un embole. Me lo habían cambiado. Seguramente yo chateaba con algún compañero de vivienda suyo que finalmente se arrepintió de la cita y se la pasó a este para hacerle un favor. Siendo tan plomo, no creo que tuviera citas muy a menudo.
No, Eric vive solo. Este es el verdadero, nomás. ¡Tengo que desaparecer de acá ya mismo!

Fuimos caminando hacia su casa, porque quedaba de paso hacia la mía. Cuando llegamos a la puerta estaba a punto de saludarlo y decir “Me tengo que levantar temprano, así que voy yendo”, cuando Eric me toma del brazo y pregunta: “¿Querés que te muestre el recital de Manson ese que te conté aquella vez?”
¡Cierto! ¿Como me pude olvidar de eso? Eric tenía un recital pirata (pero filmado profesionalmente) de un recital de Marilyn Manson que no conocía y me moría de ganas de ver.
Y si, yo subo. Total después de ver el recital, capaz que nos calentamos un poco, nos terminamos echando un polvo y no lo vuelvo a ver más. Ya que me fumé toda esa cena, esta noche tiene que terminar con algo que levante un poco el rating...

“Dale, vamos. Pero un rato nomas porque me levanto a las seis mañana”.(¡Mentira!)
Eric se quedó mirándome, con lo que yo supongo que sería una mirada sexy, pero en realidad parecía como si tuviera una basurita en el ojo. Entramos al pintoresco edifico de la calle Federico Lacroze y nos metimos en el ascensor. Una vez adentro se acercó un poco a mi y susurró en mi rostro:
“Me gusta mucho tu mirada”.
Fue un susurro bien cargado de aire. Ese aire subió rápidamente por mis fosas nasales y me permitió apreciar la putrefacción de toda Asia (después del Tsunami) en su boca. Eric tenía el aliento mas feo que había sentido en mucho tiempo.
¡Descubrí la clave de todo! ¡Esta es la razón de su soledad! Ni la distancia, ni el idioma, ni su problema idiomático. Este chabón abre la boca y parece que se trago un sorete. Y yo estoy acá, metido en un ascensor con él, a punto de entrar a su casa. ¡Estoy en graves aprietos! ¿Qué hago? Si intenta besarme en algún momento, creo que voy a vomitar antes de llegar a correr la cara.

Entramos a su departamento. Eric ya había entrado en confianza y me contaba cosas de la casa que yo no escuchaba porque estaba planeando una forma de escapar sin lastimar a nadie.
El departamento era enorme. Solamente uno de sus baños era más grande que mi casa. Estaba muy bien decorado. “Los muebles y todo lo que hay acá, vino con el departamento. Yo tengo muy mal gusto para decorar”. Me reí de compromiso y pensé “Si, mal gusto es lo que tenés vos en el comedero”.
Una vez que me había preparado un destornillador (vodka con naranja), nos tiramos en el sillón a ver el recital de Manson. El video se veía y se escuchaba de puta madre, así que el aliento cloacal de Eric pasó momentáneamente a segundo plano. Cuando terminaba mi bebida, Eric me preparaba otra. Para el momento en el que terminó el video yo ya tenía una borrachera inpiloteable.
Nos quedamos mirando la tele como si hubiera algo que ver. Eric fue deslizando lentamente su mano hacia la mía. Yo rápidamente la retire y la metí en el bolsillo, saqué mi celular y vi la hora.
“¡Uh! Es muy tarde. Me tengo que ir. Otro día la seguimos”. (¡Pará de mentir!) Me puse de pie, agarré mi campera y fui hasta la puerta. Eric me acompañó y se quedó mirándome con la misma sonrisa de antes. Volvió a acercarse a mi y yo miré hacia otro lado.
“¿Estás bien?”
“Si. Un poco cansado nomas”. Después de eso fingí un bostezo. En ese instante Eric acercó su boca a la mía y trató de besarme. Yo no pude seguir adelante con esta farsa:
“Mirá Eric, si me vas a hablar tan de cerca me parece que tendrías que cepillarte un poco los dientes”.
“¿Eh?”
“Nada... eso. Tenés un aliento un poco fuerte”.
Eric me miraba perplejo.
“Muy fuerte, ¿para qué te la voy a suavizar?”, agregué, en un fallido intentó de ponerle humor a mi repentino brote de honestidad.
“¿Querés decirme que tengo mal aliento?”, preguntó incrédulo mi aromática cita.
“Y si, la verdad que apesta ...”, dije mientras llamaba nuevamente al ascensor con torpeza alcohólica. La cara simpática de Eric se puso roja como un tomate. Mitad en inglés y mitad en español dijo:
“Puede ser. Lo que pasa es que me están haciendo un puente en las muelas...”
“Bueno, yo te diría que te fijes que onda abajo del puente ese, porque me parece que alguien se echó un flor de garco”.
Nunca lo quise herir, pero lo hice. Lo notaba en su expresión. Me dijo tratando de hacerse el superado:
“Vos fumas cigarrillos, así que tenes olor a tabaco”, dijo para desquitarse.
“Si te molestaba me lo decías y listo. Además, no se vos que pensarás, pero es preferible oler a pucho antes que oler a caca”.

Una vez a salvo en mi cama, acallé mi conciencia pensando que lo que dije fue inducido por la borrachera a la que él me condujo sirviéndome un destornillador tras otro. ¿Cuantas veces habrá tenido que pasar este muchacho por esa misma situación, emborrachando a sus amantes para que olviden no solo el hecho de que el pibe era un embole, sino también el bao que despedía cada vez que abría su boca? Vaya uno a saber.

Algún tiempo más tarde volví a tener una cita arreglada por chat (que también fue un bajón, pero por otros motivos, te la cuento otro día).
Esta vez, tomé un par de precauciones antes de salir.
Una de ellas fue poner un paquete de Halls de menta en mi bolsillo...


sábado, 6 de diciembre de 2008

Inexperiencias Traumáticas: "Te La Tomás Toda"


Hoy tuve mi día libre y me la pasé pelotudeando. Chateé con amigos, vi tres series distintas y me toqué varias veces las bolas. Una de las cosas que más me gusta hacer en mis días de ocio, es sentarme a comer cosas que engordan, acompañadas por un Nesquick helado.
Mientras preparaba mi merienda en la cocina, fui a la heladera y saqué el sachet de leche. Al observar la sospechosa consistencia del líquido blanco cayendo dentro de mi taza que dice "I Corazón New York", reviví algo.

De repente ya no tenía más treinta y tres años. Ya no estaba más en la cocina de mi casa del barrio de Belgrano. Ahora tenía siete y me encontraba en Ituzaingó, parado en la cocina de María, la vecina que me daba la merienda cuando volvía del colegio. Mi mamá siempre trabajó todo el día y llegaba a casa muy tarde a la noche, entonces le había pedido a María que se ocupara de alimentarme después del colegio para que no estuviera tan solo. ¿Qué se le va a hacer? Creo que hay un par de madres judías nadando entre los genes de mi vieja.

María era una mujer de unos cincuenta y tantos años, muy macanuda y simpática, que vivía con Miguel, su marido (bastante más entrado en edad que ella, por cierto). Miguel era un militar retirado, sin embargo, en apariencia, no tenía el temperamento rudo y seco que uno esperaría de un personaje semejante. Lo recuerdo como un tipo bastante gracioso y sencillo en el trato cotidiano. Sospecho que la que llevaba los pantalones en esa casa, era la señora. No por nada en el barrio la gente se refería a ellos como “María y Miguel”.
Tenían un kiosko en el frente de la casa que lo habían abierto cuando Miguel se jubiló. Eso creo que fue antes que yo naciera, así que para mi siempre fueron los viejos kioskeros.

Este matrimonio tenía un único hijo, Carlos, quien, para mantener la tradición familiar, trabajaba para los milicos. Carlos había aprendido sus lecciones muy bien y trataba a los demás como si fuesen parte de su regimiento. Su gran ambición era hacer una sólida carrera dentro del ejercito, pero un problema físico (que ya no recuerdo cuál era), lo condenó a trabajar para la milicia solamente como empleado administrativo.
Cualquiera pensaría que un hombre como Carlos, necesitaría a su lado una sumisa y humilde mujer que lo espere con la comida lista, que le diga “Querido, tu hijo se portó mal” y que lave su ropa a mano con agua fría sobre la tabla de madera. En cambio, Carlos se casó con Norma.
No se bien de donde salió esta mujer, pero es la clase de persona que podría ser finalista de dos temporadas consecutivas de Expedición Robinson. Recia, de carácter fuerte, hombruna y autoritaria. (no recuerdo haber examinado sus palmas, pero puede ser que hayan estado llenas de callos).
Mientras Carlos y Norma estaban en casa de María y Miguel, todos debían acatar sus ordenes. La forma usual de imponer respeto era murmurar insultos por lo bajo, pegar un grito para hacerte reaccionar, o dar un golpe en la mesa para que no te quepan dudas que no pensaban discutir al respecto. Lo confieso, les tenía un poco de miedo.

Las tardes en las que volvía de la escuela y María me preparaba la merienda, eran siempre alegres. Me sentaba con Miguel en la puerta de la casa y lo escuchaba chusmear sobre el barrio con algún vecino que pasaba, la ayudaba a María con el jardín a regar las plantas y esas cosas. Miguel me dejaba jugar a que atendía el kiosko y siempre decía cosas que me hacían reír. María dejaba de ver "Café con Canela” para que yo vea los dibujitos. La pasaba muy bien.
Cuando estaban Carlos y Norma, la rutina era diferente. Los viejos se ausentaban un poco de mi tutela y dejaban mi cuidado al flamante matrimonio. Cualquier cosa que yo dijera o hiciera podía ser suficiente para que floreciera la ira dentro de sus corazones y me prodigaran un número inagotable de insultos:
¡Pero la re puta madre que te re contra mil re parió!, ¿no ves que estamos viendo la tele? ¿porqué carajo no cerrás un poco el pico?
Che, taradito, volvés a salpicar el piso del baño y te bajo todos los dientes de “un piñe”.

Lógicamente, tenían varios sobrenombres de su propia autoría para dirigirse a mi persona: El rey de los boludos, papanatas, pelotudo, gil, enfermo mental, mogo (por mogólico), otario, nabo, marica.

Tomar la merienda con ellos era un viaje hacia lo inesperado, podía pasar cualquier cosa. Si sabía lo que me convenía, más me valía que consumiera lo que me daban de ingerir sin chistar. Todo podía ser usado en mi contra.
Un día, Norma me hizo un café con leche que estaba tan caliente que me quemó los labios. Ni bien sentí la quemazón, decidí tomarlo con cucharita, soplando antes de llevarme el contenido a la boca. Al escuchar el ruido de mis sorbos, dijo:
“Che, mogo, ¡no empecés con ay-está-caliente eh!”
“Es que quema un poco...”
Norma dejó los platos que estaba lavando, se avalanzó sobre mi y con su nariz a pocos milimetros de la mía grito:
“¡Entonces no vas a tomar nada! ¡¿Qué te pensás, que acá somos todos tus sirvientes?!”
Acto seguido, arrebató la taza de mis manos y violentamente volcó su contenido en la pileta de la cocina. Yo me quedé boquiabierto mirándola. Carlos desde la cabecera de la mesa me miraba fijamente con desaprobación:
“Cerrá la boca, papanatas. Te va a entrar una mosca”
Le hice caso y me quedé sentado en la silla sin saber bien que era lo que correspondía hacer en este caso. Dirigí la cabeza hacia el televisor porque estaba por empezar telejuegos. (un programa que veíamos en la niñez los que hoy tenemos treinta o más). Carlos agarró el control remoto y apagó la tele. Yo lo miré sin entender. Mientras se cebaba un mate me dijo:
“Andate a jugar al fondo. Se terminó la tele hasta que seas menos forro”
Sin todavía entender bien que les pasaba a estos dos pelotudos, me fui para el fondo, salté la pared y me pasé a la casa de mi amiga Marcela, así miraba telejuegos con ella. (A mi nadie me iba a sacar los dibujitos)

Una tarde calurosa, María me había preparado un Nesquick frío antes de irse al fondo a tender una enorme pila de ropa. Carlos y Miguel, hablaban de política sentados a la mesa y Norma estaba cosiendo en una mecedora. La chocolatada tenía una tentadora presentación y venía con un platito que contenía unas galletas Ondina. Mientras revolvía la chocolatada, note que unos puntitos blancos aparecieron flotando en la superficie: “¡Qué cosa más rara!”, pensé. Una vez que el Nesquick estaba bien disuelto en la leche, me llevé la taza a la boca y di un gran trago.

El gusto fue indescriptible. La nausea profunda. La arcada dolorosa.

Miles de gotas de leche podrida, de todas formas y tamaño, volaron de mi boca rociando toda la mesa del comedor. En viaje a su destino final, las espesas gotas color glacé, interrumpieron la animada critica al gobierno Alfonsinista que padre e hijo mantenían.
“¡¿Pero vos estás en pedo, enfermo?!”, gritó Carlos mientras se secaba la podredumbre escupida por mi, de su cara.
“¿Qué paso?”, preguntó Norma con cara de entrenadora de Jokey.
“La leche tiene gusto feo...”, respondí temiendo por mi vida. “Además mira, tiene puntitos blancos. Me parece que está podrida”, agregué.
“Podrido estás vos, mogo. ¡Limpiá el chiquero este que hiciste y tomate el resto de la leche porque te reviento, mirá!”.
Mientras el matrimonio fantástico me seguía con la mirada, tomé un repasador de la cocina y limpié el fruto de mi asco. Me volví a sentar y me quedé mirando la taza, analizando que opciones tenía para salir ileso de la situación.
“Si no te tomás esa taza de leche te la hago comer. ¡Maricón! Flor de bacán está criando la loca de tu madre”, me dijo Carlos en uno de sus clásicos murmullos amenazadores.
Yo sentí un escalofrío bajar por mi columna vertebral. Sabía muy bien que el facho troglodita este era cien por ciento capaz de cumplir su promesa. En ese momento, Norma se acercó a mi oído y me dijo:
“Te la tomás toda. ¿Escuchaste, mogo? ¡Te guste, o no!”. Dicho esto, volvió a su costura.
Yo ya había soportado lo suficiente. Me levanté de la silla, los miré a los dos y dije:
"Esa leche está podrida y no me la pienso tomar”
Carlos se levantó de la silla, se sacó una ojota y se acercó lentamente a mi:
“Te voy a cagar a ojotazos, tanto pero tanto que no te vas a poder sentar por una semana”
“Tocáme un pelo y te denuncio a la policía, forro. Vos no sabes quien es mi viejo... ”, le contesté sin sacarle los ojos de encima.

Mentira. Esto es lo que me hubiera gustado hacer. Sin embargo, no dije nada. Después de la amenaza de Norma, me llevé la taza a la boca fingiendo beber. Repetidas veces. En un momento Carlos se levantó para ir al baño, Miguel se fue a atender el kiosko y Norma se puso a charlar con María en el fondo. Cuando me aseguré que en la cocina ya no había nadie, deje la taza sobre la mesa, tomé mi guardapolvo, mi mochila y me fui a mi casa.
Desde esa tarde, nunca más merendé en lo de María.

La consistencia de la leche que hoy estaba sirviéndome en la cocina, era bastante similar a la de aquella tarde en los años ochenta. No me animé a probarla para ver si estaba podrida. Recordar el gusto inmundo de aquella chocolatada me sacó las ganas de tomar Nesquick.
Hace mucho calor, pero tengo prendido el aire acondicionado, por lo tanto las bebidas frías son bienvendas pero no esenciales.

Creo que con un mate cocido voy a estar mas que satisfecho...